Evolución y desafíos de los Procesos Colectivos en la Justicia de la Ciudad

Por el 14 de marzo de 2017

El constitucionalismo clásico organizó la función encomendada a los jueces bajo dos directivas básicas: la primera, garantizar a todo sujeto a quien una norma le confiriera un derecho su goce, la segunda, evitar la supremacía del Poder Judicial sobre las otras ramas de gobierno disponiendo que sus sentencias —incluso las que disponen la nulidad de actos administrativos o la inconstitucionalidad de leyes— quedan limitadas al caso resuelto, sin restringir las competencias del Legislativo y del Ejecutivo más allá del ámbito propio de la controversia resuelta por la judicatura.

Dentro de ese esquema, sólo el titular del derecho podía ejercer la acción para reivindicarlo ante los jueces y el imperio de la sentencia regía sólo entre las partes del caso fallado. Ciertamente, ese diseño respondía a las necesidades propias de una época en la que el objetivo primordial era superar formas absolutistas de gobierno en las que el reconocimiento de derechos entre particulares y frente al soberano carecían de protección.
Con el paso del tiempo, en función de las necesidades de las sociedades modernas, la idea de organizar la protección judicial exclusivamente a partir de la noción de derecho individual empezó a resultar insuficiente.

Es indudable que en la actualidad se ha adquirido plena conciencia, por ejemplo, en torno a que el crecimiento económico debe ser sustentable en términos ambientales, así como que el sujeto más débil en relaciones asimétricas de poder en las que se vulneran derechos debe tener una tutela calificada. Sin embargo, como el medio ambiente no admite titularidad o, dado que el usuario a quien se le cobra injustificadamente un cargo de escaso valor singularmente considerado, pero altamente redituable para el prestador, no tiene adecuado incentivo para litigar, a la postre, ambas situaciones quedaban excluidas del modelo de protección judicial propuesto por el sistema clásico.

Para superar ese déficit el constitucionalismo contemporáneo incorporó, como nueva categoría, a los derechos de incidencia colectiva. Noción que al abarcar a los derechos colectivos en sentido propio, en cuanto indivisibles (vgr. medio ambiente), y a los individuales homogéneos (vgr. consumidores y usuarios) tiene la virtud de contemplar los ámbitos que la noción de derecho subjetivo no llega a proteger.

Mediante esa incorporación, el constituyente, amplió el elenco de sujetos que pueden pedir la protección judicial y mantuvo —en resguardo de la división de poderes— la necesidad de que los jueces intervengan cuando, tanto los legitimados clásicos como los ampliados, invoquen que el derecho que a su favor reconoce alguna norma aparece vulnerado de modo concreto y actual.

Los procesos colectivos, entonces, aparecen como mecanismos complejos destinados a permitir el control judicial en casos en los que, normalmente, se verifica una marcada asimetría entre la parte que padece la vulneración del derecho reconocido por el ordenamiento y quien lo menoscaba.

De acuerdo con las previsiones constitucionales, los procesos colectivos en defensa de derechos de incidencia colectiva, en cualquiera de sus variantes, cumplidos los recaudos pertinentes, pueden ser promovidos por el afectado, el Defensor del Pueblo, las ONG y, en el ámbito de la CABA, por cualquier habitante. La aptitud procesal atribuida a los habitantes, representa la máxima disociación posible entre la titularidad del derecho y la disponibilidad de la acción y, por tanto, su utilización requiere que la pretensión este orientada a proteger un derecho colectivo —en sentido propio o individuales homogéneos— reconocido en una norma y que, además, ese derecho se encuentre afectado de modo concreto de forma tal que no pueda dudarse que una eventual sentencia estimativa resultaría ejecutable por los afectados pues, la necesaria configuración del “caso o causa”, debiera ser apta para demostrar la actualidad que la controversia ostenta en relación con los afectados directos. Por otra parte, cuanto mayor es la flexibilidad en el elenco de legitimados, también resultará prudente establecer que nadie ajeno al modo en que quedó integrada la litis pueda esgrimir una pretensión adversa a la promovida en el pleito pues, esa verificación, ostenta idoneidad para despejar si bajo la apariencia de un proceso colectivo el pleito, en rigor, no viene a comprometer derechos individuales. Una advertencia en tal sentido se desprende de la posición que los jueces Argibay y Lorenzetti adoptaron en la causa “Asociación Mujeres por la Vida” si se la compara con el temperamento que luego aplicaron en el precedente “Halabi” . Mientras que en el primer precedente los jueces identificaron afectación de derechos individuales de cada mujer indisponibles para el colectivo accionante, en el segundo la ausencia de compromiso en torno a derechos individuales justificó la admisibilidad del litigio colectivo que quedaba frustrada según los citados magistrados, con criterio que comparto, en el pleito instado por la una asociación de mujeres que pretendía representar a todo el género femenino en desmedro de derechos subjetivos que habilitaban a cada mujer a disponer de ellos.

Por otra parte, de conformidad con la interpretación jurisprudencial imperante, la ampliación de los sujetos legitimados exige que exista una causa fáctica común del daño, que la pretensión quede circunscripta al daño común y, en el supuesto de derechos individuales homogéneos, debe probarse que el litigio singular no estaría plenamente justificado en desmedro del acceso a una tutela judicial efectiva. Además, en tanto la sentencia estimativa beneficia al colectivo involucrado en el pleito sus efectos exceden a quienes litigaron, para alcanzar al universo de sujetos que conforman el colectivo comprometido.

Bajo estos parámetros, por un lado, se logra resguardar el derecho de defensa a fin de que las sentencias dictadas en los procesos colectivos no menoscaben derechos individuales de quienes no formaron parte del juicio, al tiempo que benefician a todos aquellos que se encuentran bajo idéntica situación jurídica. La ventaja no es menor si se piensa que el proceso colectivo evita la necesidad de re litigar el tema en un contexto en el que, el servicio de justicia, enfrenta serias dificultades para superar la dilación provocada por el cúmulo de pleitos que se someten a consideración de los jueces.

En ese terreno, tanto a nivel federal como local, se han emitido acordadas destinadas a crear registros de procesos colectivos, orientados a dar adecuada publicidad en cuanto a la existencia de tales acciones. El objeto primordial ha quedado dirigido a evitar la multiplicación de procesos colectivos de idéntico o similar objeto, así como a asegurar eficazmente los efectos expansivos que pueden adquirir las sentencias definitivas. En esa sintonía, se han previsto diversas obligaciones a cargo de los promotores de acciones colectivas y de los magistrados que en ellas intervienen. Entre las cuestiones más destacadas vale señalar la adopción del principio de prevención, para definir la radicación de todos los procesos con una pretensión sustancialmente análoga ante el estrado en el que se inició la primera demanda, de forma tal que recaiga una única sentencia en torno a la temática debatida. A su vez, en el ámbito federal con criterio que comparte un sector de la jurisprudencia local, queda impuesta al juez la obligación de certificar el colectivo involucrado para establecer mecanismos idóneos dirigidos a hacerles saber la existencia del proceso a todos sus integrantes y asegurar la posibilidad del adecuado ejercicio de su derecho de defensa. Por otra parte, con idéntica fuente y alcance, se ha dispuesto que los accionantes deberán justificar la idoneidad de quien invoca la representación del colectivo alcanzado por el pleito, cuestión que quedará sujeta a la evaluación del magistrado.

A su turno, recientemente, en ocasión de evaluar el desarrollo de un proceso colectivo, el presidente de la CSJN ha destacado que los procesos colectivos en materia ambiental, por tratarse de remedios complejos, exigen un enfoque flexible dado que en tales asuntos prima la necesidad del restablecimiento ambiental y la corrección del problema que sufren los afectados. Ello fue dicho, sin perder de vista las implicancias “económicas y administrativas” y el interrogante que se genera en torno a “cómo esos [remedios judiciales complejos] se interrelacionan con la separación de poderes”. Entre los principales desafíos en juego, el juez Lorenzetti, destaca el carácter prospectivo (pro futuro) de estos pronunciamientos pues la restauración mira hacia el futuro y exige cierta flexibilidad que justifica, entiendo, brindar especial atención a la noción de cosa juzgada y separación de poderes. En esa línea, deja puntualizado que sería cualidad propia del remedio judicial complejo que “las decisiones judiciales devienen en gestión administrativa” y “resulta necesario establecer un límite claro en relación con la separación de poderes cuando los recursos judiciales son llevados a cabo”. A su vez, el presidente de la Corte distingue el diverso alcance de los mandatos de procedimiento y los mandatos sustantivos así como el diseño de “micro-instituciones” como garantía de ejecución de las sentencias. Al ilustrar el punto menciona, como ejemplo, una sentencia que “puede ordenar a la administración que presente un plan para cumplir con los objetivos establecidos en el fallo” luego “la fase de ejecución puede consistir en nombrar a una persona encargada de llevar a cabo esa ejecución a través de, por lo general, un departamento de la administración”. Un desarrollo de esa especie registra el proceso de emisión y ejecución de la sentencia dictada en el caso “Mendoza” vinculado con la contaminación de la cuenca Matanza-Riachuelo.

La experiencia que exhibe la jurisprudencia de la CABA muestra que la dinámica de procesos complejos como el aludido ha encontrado particular desarrollo en temáticas tales como conflictos estructurales en materia de acceso al servicio de salud o educación en condiciones adecuadas, como también en supuestos de preservación del patrimonio histórico o urbanístico por mencionar algunos supuestos. En este tipo de esquemas de solución de controversias confluye la tensión que se genera entre los ámbitos privativos de las funciones asignadas a cada una de las ramas del gobierno en el sistema republicano. La realidad nos enfrenta al dilema de garantizar el goce de los derechos, sin desplazar la elección de medios así como la afectación de recursos de la esfera de los poderes representativos cuando les corresponde un espectro de disponibilidad que no ha quedo restringido por las normas que confieren los derechos en juego. Una de las claves para armonizar el ejercicio válido de las potestades en juego consiste en seguir una secuencia que comience por asegurar la intervención judicial cuando un legitimado, individual o colectivo, demuestre que una norma le confiere un derecho y, para su reconocimiento, restablecimiento o resguardo, sea posible emitir una sentencia que resista la estabilidad propia de la cosa juzgada y pueda ser ejecutada aún frente a la contumacia del demandado sin que ello implique, claro, absorber judicialmente una función privativa de otra rama de gobierno. Nótese que la apertura de espacios de interacción entre las ramas de gobierno, como expresión de un mecanismo que se presenta como propio de los procesos complejos, supone que la remisión a la elaboración de un plan obedece a la deferencia que al Poder Judicial le impone el ámbito de discrecionalidad en la elección de los medios requeridos para ejercer la función administrativa. Ahora bien, esa articulación o interacción que busca superar la inactividad material del estado debe, necesariamente, contemplar algún mecanismo de ejecución apto para garantizar el cumplimiento del derecho comprometido. No bastará exhortar o intimar al demandado bajo apercibimiento de astreintes, pues ante la configuración de un verdadero caso judicial siempre debe poder existir la ejecución forzada y, por eso, el objeto de la sentencia nunca debería recaer sobre el ejercicio de una competencia privativa de otra rama del gobierno porque, en nuestro sistema, los magistrados no están convocados para reemplazar a los otros poderes del estado en el ejercicio de sus funciones privativas sino a emitir sentencias que aseguren el cumplimiento de los derechos previstos en el ordenamiento jurídico vigente. Para que la dinámica dialoguista no venga a desvirtuar la misión judicial de garantizar el cumplimiento de los derechos, se impone que ante la resistencia del demandado la condena pueda ser ejecutada sin trasladar al Poder Judicial atribuciones que no coinciden con el reparto propio del régimen republicano de gobierno. En otras palabras, al margen de la diversidad de mandatos que se incluyan dentro del elenco de condenas disponibles para los magistrados, el juez tiene que tener previsto el modo bajo el que va a ejecutar la sentencia y esa modalidad no puede agotarse en ordenar a otra rama del gobierno que ejerza una función privativa pues a ese respecto no sería válido su reemplazo. En cambio, si la situación aconseja el carril dialoguista, el pronunciamiento, igualmente, debería tener un desarrollo que defina expresamente o contemple implícitamente la modalidad bajo la cual se ejecutaría forzadamente la sentencia si ello fuera necesario. Cada vez que este mecanismo sea posible habrá convergencia entre las nuevas modalidades de justicia que presentan, por ejemplo, los procesos colectivos y, por el contrario, cuando la sentencia no pueda garantizar el cumplimiento forzado de la condena estaremos en presencia de un pleito que, seguramente por diversas razones, no configuraba un caso judicial relativo a derechos reconocidos por el ordenamiento jurídico vigente.

El breve panorama reseñado, pone en evidencia la tremenda evolución que ha sufrido en el último tiempo el sistema judicial y los desafíos que enfrenta al momento de garantizar la efectividad de los derechos de incidencia colectiva en consonancia con el respeto por la división de poderes. Se trata de advertir acerca de nuevas modulaciones en la forma de administrar justicia que, en palabras de Lorenzetti, incluyen la “producción de instancias dialógicas” que “activan una sofisticada red de actores e instituciones” en las que se amalgaman la ejecución de sentencias con la construcción de políticas públicas en dosis cuyo protagonismo debe ser atribuido, a los jueces para resguardar el goce de los derechos reconocidos por el ordenamiento y, al Legislativo como al Ejecutivo para seleccionar los medios idóneos en el ámbito que les resulta disponible conforme el principio de representatividad propio del régimen republicano.-

 

* La autora es presidenta de la Sala I de la Cámara de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo y Tributario.